¡Expresidentes al ataque!

PORTADA:  Aunque nadie lo esperaba, Uribe y Pastrana están del mismo lado: en guerra contra el proceso de paz.

 

banner_semanaEn materia presidencial hay una regla inalterable: a ningún presidente le gusta ni su antecesor ni su sucesor. Por esto la historia de Colombia se ha caracterizado por titánicas peleas entre sus exmandatarios. Sin embargo, pocos enfrentamientos han sido tan agrios como el que había tenido lugar entre los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana.

El fracaso del Caguán y el éxito de la seguridad democrática marcaron un nivel de animadversión aparentemente irreconciliable entre estos dos personajes. Por eso no deja de sorprender que en estos momentos Uribe y Pastrana estén alineados por una causa común: su enemistad con el presidente Santos.
Lo que llama la atención es que el actual presidente fue ministro estrella de ambos. Como ministro de Hacienda en el gobierno de Andrés Pastrana jugó un papel clave para evitar el colapso de la economía colombiana en la peor crisis que había enfrentado el país desde la gran depresión de los años treinta.
Y en el gobierno de Álvaro Uribe fue el copiloto de la estrategia de seguridad que condujo a los golpes más contundentes contra la guerrilla en los últimos 50 años. Por eso despierta cierta incredulidad que los dos antiguos jefes de Santos, odiándose entre ellos, parecen por ahora odiar aún más a su antiguo compañero de lucha.
El meollo de toda esta bronca es el actual proceso de paz. Uribe se siente traicionado por quien esperaba fuera su sucesor en la guerra contra las Farc. Pastrana alega que Santos no tiene un mandato de los colombianos para hacer la paz, como el que él recibió en las elecciones de 1998. A esto se suman otras consideraciones.
Para el presidente de la seguridad democrática los diálogos con la guerrilla son una capitulación al terrorismo, que no solo ha aumentado la inseguridad en el país sino que va a desembocar en la impunidad para sus cabecillas. Para Pastrana la negociación de La Habana se está realizando a espaldas del país y sin un consenso nacional, lo cual lo lleva a pensar que Santos va a entregar demasiado en su afán de reelegirse.
Las dos posiciones tienen algo de validez, algo de incoherencia y un poco de oportunismo. Para la opinión pública tiene más autoridad moral Uribe que Pastrana para oponerse a un proceso de paz. El exmandatario es asociado con los éxitos de la guerra y su imagen de hombre de mano dura está en la mente de todos los colombianos. Sin embargo, aunque no es de conocimiento nacional, al final de su segundo cuatrenio su gobierno estaba discretamente explorando la posibilidad de dialogar con la guerrilla.
Su hombre de confianza para esa misión fue el entonces alto comisionado para la Paz, Frank Pearl. El mismo a quien Santos le habría encargado la misma misión cuando llegó a la Presidencia. Por lo tanto no es muy fácil de entender por qué es aceptable que Pearl tenga acercamientos con las Farc a nombre de un gobierno y no de otro.
Tampoco es muy comprensible la indignación de Uribe ante la alta dosis de impunidad que tendría un eventual acuerdo en La Habana. En su gobierno se requirieron dosis comparables para desmovilizar a los paramilitares. Aunque habían cometido múltiples y evidentes delitos de lesa humanidad, se les ofreció para su entrega una fórmula jurídica bastante benévola. Incluía penas de cárcel de máximo ocho años, un compromiso con la verdad que no cumplieron y una reparación a las víctimas que hasta ahora ha sido insignificante y que probablemente nunca llegará.
Hoy la mayoría de esos jefes están presos en Estados Unidos, pero no como consecuencia de la negociación original sino por seguir en el negocio del narcotráfico desde la cárcel. En todo caso el hecho es que Uribe, para desmovilizar un ejército de miles de hombres armados, tuvo que darles un tratamiento pragmático a través de un mecanismo de justicia transicional, y eso es exactamente lo que le está criticando ahora a Juan Manuel Santos.
La oposición del expresidente Pastrana es menos presentable y más incoherente. Teniendo en cuenta que le apostó a terminar el conflicto armado a través de un acuerdo de paz con Tirofijo, no tiene mucha credibilidad que ahora se haya convertido en el enemigo de un gobierno que está haciendo un esfuerzo similar en la búsqueda de las mismas metas.
Y si se compara proceso contra proceso, él tiene todas las de perder. El del Caguán tuvo despeje, no tenía agenda y fracasó. El de Santos, aunque enfrenta un gran escepticismo, es más estructurado, se ha llevado a cabo sin mayores concesiones y ha contado con una agenda delimitada. Si las negociaciones llegan a romperse, las Farc no habrán acabado más fortalecidas de lo que estaban al inicio, cosa que sí sucedió con el proceso anterior.
Otro elemento que no convence mucho de la andanada del expresidente Pastrana es el cuento de que él sí tenía un mandato de los colombianos para hacer la paz, pero Santos no. Ese es un argumento acomodaticio que tiene más validez en boca de Uribe, quien esperaba que su sucesor fuera guerrerista como él. La mayoría de la opinión pública compartía esta expectativa, pero parte de las responsabilidades de un líder político es calibrar situaciones y diseñar nuevos rumbos, por impopulares que sean.
Santos llegó a la conclusión de que los triunfos militares de Uribe habían creado las condiciones para una negociación que pusiera fin al conflicto. Esto lo hizo en contra de la opinión pública que en ese momento respaldaba la continuidad de la política de seguridad democrática. Pero siempre se ha sabido que el final del conflicto iba a ser en la mesa de negociación y no en el campo de batalla, por lo tanto en el fondo lo único que hizo fue adelantar algo que iba a suceder eventualmente.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que detrás de estas críticas al proceso de paz lo que hay a estas alturas es un grado enorme de animadversión personal entre todos los protagonistas. Uribe odia intensamente a Santos y está bien correspondido. Y Pastrana y Santos, quienes tenían un distanciamiento por cuenta de algunas diferencias, a partir de esta semana se odian tanto como Santos y Uribe.
Este último había puesto un punto muy alto en materia de agresividad e incontinencia verbal expresidencial. Desde que llamó al primer mandatario “canalla” a comienzos de año parecía difícil de superar. Sin embargo, lo que dijo la semana pasada sobre su antiguo colaborador, aunque menos crudo en las palabras, pudo haber sido más ofensivo. Ante las cámaras de televisión señaló que: “Santos no fue ministro de Defensa sino de aprovechamiento político”.
Y en respuesta a una entrevista que Enrique Santos le dio a La Silla Vacía, arremetió contra la familia del jefe de Estado en los siguientes términos: “Les gusta el poder, la Presidencia, la prensa, la Fedecafé, el dinero, son indiferentes con el pueblo y permisivos con terroristas”, y luego agregó: “Socialbacanería: burguesía amiga del poder y del dinero, perezosa y contemplativa, feliz con lenguaje castrista”. Y como si esto fuera poco el expresidente Pastrana no cayó tan bajo pero casi. Por haber defendido el proceso de paz de Santos de las acusaciones de Pastrana, este último llamó al actual ministro del Interior, Fernando Carrillo, “camarero de Pablo Escobar” haciendo referencia a su responsabilidad en el escándalo de la cárcel La Catedral. Y del otro escudero del gobierno, el exgerente de la Federación de Cafeteros y exministro Gabriel Silva, dijo palabras más, palabras menos que se creía Juan Valdez pero se parecía más a la mula Conchita.
En el mundo de los expresidentes los desaires son considerados ofensas imperdonables. De pronto si Santos no hubiera nombrado ministros a Germán Vargas o a Juan Camilo Restrepo o si no se hubiera reconciliado con Chávez y Correa, a Uribe no le indignaría tanto este proceso de paz. Y de pronto si Santos no hubiera tratado de hacer públicas las actas de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores o no hubiera nombrado a Mónica de Greiff en la Cámara de Comercio, Pastrana no hubiera estallado. El expresidente la acusa de haber recibido la plata del Cartel de Cali, en las elecciones de 1994 que él perdió contra Samper. Esa afirmación es inexacta pues es de conocimiento general que a ella la sacaron de la campaña para reemplazarla por Santiago Medina, quien confesó haber negociado con el Cartel de Cali y acabó en la cárcel por eso.
Aunque Uribe y Pastrana no funcionaban en forma concertada, la escalada de cada uno de esos frentes llevó a que los dos le declararan la guerra a Santos en donde es más vulnerable: el proceso de paz. La meta de ellos, ya sea por convicción o por envidia, es que Santos fracase. Todavía no es seguro que logren su objetivo, pero lo que es indudable es que han hecho mucho daño.
La mayoría de los colombianos no tiene mucha fe en el proceso de paz. Esto se debe en buena parte al ascendiente que tiene el expresidente Uribe sobre la opinión pública y a la feroz campaña que ha emprendido contra esas negociaciones. Ahora se suma a la causa el expresidente Pastrana, cuyas declaraciones hacen un ruido que contribuye a aumentar el ambiente de pesimismo que rodea la mesa de La Habana. En materia de oposición expresidencial las sumas no son aritméticas sino exponenciales. En otras palabras, la gavilla de dos expresidentes unidos es un asunto explosivo.
De los distintos ataques de Uribe y Pastrana al proceso de paz hay dos elementos que han calado en la opinión pública. Uribe ha martillado una y otra vez el concepto de que se está consagrando la impunidad porque ninguno de los jefes guerrilleros va a pagar un solo día de cárcel. Y Pastrana por su parte alerta sobre los peligros de negociar la paz en medio de una campaña reeleccionista, pues eso deja a las Farc con el sartén por el mango en cuestión de exigencias y concesiones. Esos dos argumentos tienen cierta validez y han desacreditado mucho el proceso.
El primero, el de la impunidad, es una realidad y un prerrequisito para todos los procesos de paz exitosos que terminan en una mesa de negociación. Aunque seguramente no habrá lo que se considera técnicamente una amnistía o un indulto, sí se aplicarán fórmulas como la suspensión de penas, por decir un ejemplo, que en la práctica mantendrían a los jefes guerrilleros por fuera de las cárceles. Aunque las altas dosis de impunidad indignan a la sociedad, es un sapo que toca tragarse en los procesos de reconciliación en los cuales cada una de las partes tiene su justificación para haber sido protagonista del conflicto. Más complicado que las gavelas jurídicas que van a ser aplicadas va a ser el tema de la participación política.
A los colombianos no les va a gustar ver a Timochenko o a Iván Márquez en el Congreso. Y ese es precisamente otro de los elementos que inevitablemente contienen todos los acuerdos de paz. Nelson Mandela, quien pasó 27 años en la cárcel, salió de su celda a la Presidencia de la República.
Eso no es previsible que suceda en Colombia pero lo que sí podría suceder es algo parecido a lo que se dio con el M-19. A pesar de los horrores como el de la toma del Palacio de Justicia, exguerrilleros desmovilizados como Antonio Navarro, Gustavo Petro y muchos otros han dejado las armas y forman parte de la sociedad civil y del mundo político sin grandes resistencias.
Navarro fue un gran gobernador de Nariño y Petro brilló en el Senado. La debacle de Petro en Bogotá lo ha vuelto enormemente impopular, pero no por exguerrillero sino por su gestión. Más importante para que se acabe el conflicto armado no es tanto impedir que los guerrilleros desmovilizados hagan política, sino garantizar que no los maten. El exterminio de la Unión Patriótica, con líderes como Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo asesinados, constituye con razón una de las principales preocupaciones no solo para las Farc sino para el gobierno. Afortunadamente los tiempos del paramilitarismo ideológico y armado de forma organizada han quedado atrás.
Y si a Uribe le obsesiona la impunidad a Pastrana le pasa lo mismo con los riesgos de negociar en medio de una reelección. Sorprende que quien esgrima esa tesis sea él, que pudo ganar las elecciones de 1998 gracias a que su representante, Víctor G. Ricardo, se hizo fotografiar con Tirofijo, lo cual fue interpretado como una señal de voluntad de paz de las Farc en plena campaña electoral. Como en esa oportunidad la guerrilla definió la elección, la inquietud del expresidente es legítima en el sentido de que eso pueda volver a ocurrir. Lo que él quiere decir en el fondo es que si el proceso de paz fracasa durante este año Santos no saldría reelegido y que para asegurar la firma de un acuerdo puede entregar más de lo que es aceptable.
La presunción de que el presidente de la República podría anteponer sus ambiciones electorales al interés nacional tiene algo de temeraria para quienes lo conocen, pero conceptualmente sí deja un interrogante. Santos, consciente de que no es conveniente que las elecciones coincidan con las negociaciones de paz, fijó la fecha de noviembre como límite. Esta, sin embargo, es problemática para la guerrilla pues sería demasiado tarde para permitirles participar en las elecciones de 2014. Algunas fórmulas creativas tendrán que ser diseñadas para superar este impasse.
En todo caso, a pesar de la caída del gobierno en las encuestas y del escepticismo que existe alrededor del proceso de paz, este va por buen camino. Seguramente no será perfecto ni será la panacea que desaparecerá los grandes problemas del país. El resultado final no le gustará ni a Uribe ni a Pastrana pero tampoco al establecimiento y a la guerrilla. Así de frustrantes son los acuerdos que ponen fin a los conflictos cuando son negociados y no el producto de una victoria militar. A pesar de que la inseguridad y el narcotráfico no van a desaparecer, a Colombia sin duda alguna le iría mucho mejor sin una guerra civil. Al final de cuentas el Plan Colombia y la seguridad democrática también buscaban esto. La firma de la paz en el fondo representa el triunfo de esas dos estrategias. Los dos expresidentes por lo tanto no tienen por qué estar tan indignados.

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